Audiolibro: La Alegría Del Amor – 172 – 177 – Cap5

Amor de madre y de padre

172. «Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a la comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades espirituales del amor. Los actos de amor pasan a través del don del nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones de las miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo respeta como interlocutor […] y esto es amor, que trae una chispa del amor de Dios»[187]. Todo niño tiene derecho a recibir el amor de una madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración íntegra y armoniosa. Como dijeron los Obispos de Australia, ambos «contribuyen, cada uno de una manera distinta, a la crianza de un niño. Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y derecho natural a una madre y a un padre»[188]. No se trata sólo del amor del padre y de la madre por separado, sino también del amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia, como nido que acoge y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece reducirse a una posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son «cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes»[189]. Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del Señor. Además, ellos juntos enseñan el valor de la reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir del otro. Si por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo.

173. El sentimiento de orfandad que viven hoy muchos niños y jóvenes es más profundo de lo que pensamos. Hoy reconocemos como muy legítimo, e incluso deseable, que las mujeres quieran estudiar, trabajar, desarrollar sus capacidades y tener objetivos personales. Pero, al mismo tiempo, no podemos ignorar la necesidad que tienen los niños de la presencia materna, especialmente en los primeros meses de vida. La realidad es que «la mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella nace al mundo»[190]. El debilitamiento de la presencia materna con sus cualidades femeninas es un riesgo grave para nuestra tierra. Valoro el feminismo cuando no pretende la uniformidad ni la negación de la maternidad. Porque la grandeza de la mujer implica todos los derechos que emanan de su inalienable dignidad humana, pero también de su genio femenino, indispensable para la sociedad[191]. Sus capacidades específicamente femeninas —en particular la maternidad— le otorgan también deberes, porque su ser mujer implica también una misión peculiar en esta tierra, que la sociedad necesita proteger y preservar para bien de todos.

174. De hecho, «las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión del individualismo egoísta […] Son ellas quienes testimonian la belleza de la vida»[192]. Sin duda, «una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben testimoniar siempre, incluso en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral. Las madres transmiten a menudo también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que aprende un niño[…] Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. […] Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois en la familia y por lo que dais a la Iglesia y al mundo»[193].

175. La madre, que ampara al niño con su ternura y su compasión, le ayuda a despertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lugar bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura paterna, por otra parte, ayuda a percibir los límites de la realidad, y se caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha. Un padre con una clara y feliz identidad masculina, que a su vez combine en su trato con la mujer el afecto y la protección, es tan necesario como los cuidados maternos. Hay roles y tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada familia, pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras, femenina y masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del niño.

176. Se dice que nuestra sociedad es una «sociedad sin padres». En la cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente, desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha producido una comprensible confusión, porque «en un primer momento esto se percibió como una liberación: liberación del padre-patrón, del padre como representante de la ley que se impone desde fuera, del padre como censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación y autonomía de los jóvenes. A veces, en el pasado, en algunas casas, reinaba el autoritarismo, en ciertos casos nada menos que el maltrato»[194]. Pero, «como sucede con frecuencia, se pasa de un extremo a otro. El problema de nuestros días no parece ser ya tanto la presencia entrometida del padre, sino más bien su ausencia, el hecho de no estar presente. El padre está algunas veces tan concentrado en sí mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias realizaciones individuales, que olvida incluso a la familia. Y deja solos a los pequeños y a los jóvenes»[195]. La presencia paterna, y por tanto su autoridad, se ve afectada también por el tiempo cada vez mayor que se dedica a los medios de comunicación y a la tecnología de la distracción. Hoy, además, la autoridad está puesta bajo sospecha y los adultos son crudamente cuestionados. Ellos mismos abandonan las certezas y por eso no dan orientaciones seguras y bien fundadas a sus hijos. No es sano que se intercambien los roles entre padres e hijos, lo cual daña el adecuado proceso de maduración que los niños necesitan recorrer y les niega un amor orientador que les ayude a madurar[196].

177. Dios pone al padre en la familia para que, con las características valiosas de su masculinidad, «sea cercano a la esposa, para compartir todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones, cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el camino; padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a los hijos»[197]. Algunos padres se sienten inútiles o innecesarios, pero la verdad es que «los hijos necesitan encontrar un padre que los espera cuando regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo, para no hacerlo ver, pero lo necesitan»[198]. No es bueno que los niños se queden sin padres y así dejen de ser niños antes de tiempo.

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