Un jesuita habla del Fundador del Opus Dei

EL NUEVO DIA-VIERNES 10 DE ABRIL

Perspectiva

San Juan, Puerto Rico

Guillermo Arias, S.J.

(El autor es un sacerdote jesuita que dirige el “Apostolado de la Oración” en Puerto Rico).

Don Josemaría

Dentro de los ambientes católicos -y aun fuera- a muchos les irrita que el Opus Dei sea noticia. Frecuentemente lo es. Estos días, debido a la próxima beatificación en Roma de su fundador, Don Josemaría Escrivá de Balaguer. Fecha: 17 de mayo de 1992.

En este mundo ramplón y adocenado sobresalir para lo bueno es un delito que sólo se le perdona -y no del todo- a la Madre Teresa de Calcuta. Los santos más bien nos escuecen ya que sus vidas nos afirman que se puede.

Bueno, por beatificación entendemos ese acto oficial de la Santa Sede Apostólica, por medio del cual el Vicario de Cristo confiere a un fiel difunto el honor de beato -afirmando con ello, que goza de la eterna bienaventuranza- y permite que se le tribute culto público, pero limitado a ciertos actos y ciertos lugares. Se trata de un grado de perfección inferior al que se les reconoce a los que llamamos santos…

Lo que pretende la Iglesia con estas declaraciones y procesos no es una afirmación de excepcionalidad, sino de ejemplaridad. Ser santo no es profesión de minorías sino la sustancia misma de la vida cristiana. Esa fue, de hecho, una de las grandes batallas e intuiciones de Don Josemaría: Todos estamos llamados a la santidad, y tenemos que alcanzarla mediante nuestro esfuerzo de ser fíeles a la voluntad de Dios en el hoy y aquí de nuestras vidas.

Es fácil decirlo. Para lograrlo necesitamos toneladas de gracia, amor, dedicación y valor.

Personalmente, sólo conozco como una docena de mujeres y hombres activos en el Opus Dei. De todos, me impresiona el valor y la dedicación con que viven su profesión, su estado de vida y su fe.

Estos días me he acordado mucho de una conversación de hace algún tiempo con mi amigo el Lcdo. Max Olivera, que estudió leyes en Salamanca.

Me decía que en su Facultad cuando un profesor llegaba siempre a tiempo a clases y la traía muy bien preparada y corregía los exámenes con mucho cuidado y trataba a los estudiantes con mucho respeto, pronto se corría la voz de que era del Opus.

No he oído una apología más efectiva de la Obra y de su gente. Y es que no hay más cera que la que arde. Y no hay más buena gente que la que cumple con su deber. Y no hay más santo que el que hace con cariño y entrega lo que tiene que hacer por obligación. Y eso es lo que Monseñor Escrivá se dedicó a meterles en el corazón a sus hijos.

Volviendo a lo de la beatificación, me atrevo a decir que la mayor objeción a cómo se ha conducido el proceso debe ser la del propio Don Josemaría, desde el cielo. Él, que se confesaba sanamente anticlerical, hubiera preferido que sus hijos promovieran la causa de alguno de los miembros laicos de la Obra, antes que la suya.

La revista española Tiempo, hace poco, dedicaba una portada y nueve páginas a criticar la decisión de Juan Pablo II de proceder a su beatificación. Entre muchas otras, estas dos citas de Camino -que escogen para criticarlo- me llaman mucho la atención: “Si no tienes plan de vida, nunca tendrás orden. ¿Virtud sin orden? Rara virtud”. “Sé intransigente en la doctrina y en la conducta”. Desde luego, porque para mí, lo defienden.

No se fabrican santos en abstracto, sino en carne y hueso. Escrivá de Balaguer nació en pleno Aragón. Y además de santo, entonces, como buen baturro, fue testarudo, tenaz, persistente. Para lo bueno… Además, muy trabajador y organizado. Algo noblemente aristocrático y muy limpio. Y por todas estas virtudes se le ha criticado cruelmente.

No fue un español de los de ¡viva la Pepa! Su pedagogía ascética es minuciosa, exigente, detallada. Y eso no se lo perdonan los que están empeñados en que para ser santos no hay que tener director espiritual ni sudar la ascesis. Basta ser muy libres de espíritu…

Lo de que fue algo aristocrático y muy limpio es escándalo mayor para quienes el ser muy democráticos, bastos y hasta algo despeinados, es casi un requisito para poder calificar de santo. Pero no es así; el Señor respeta la soberana libertad que nos confió de ser sanamente nosotros mismos. Y nunca le molestó que Don Josemaría fuera tan puntilloso en usar camisas blancas de manga larga bajo su sotana, siempre muy limpia. Tuvo una que le duró 18 años de uso continuo. Santidad, pobreza y pulcritud conjugaban en su persona.

Le enfermaba ver una estatua barata y de mal gusto, un cáliz sucio y averiado, un altar feo y despintado. “Los enamorados -decía- no se regalan trozos de hierro ni sacos de cemento, sino cosas preciosas: lo mejor que tienen. Cuando ellos cambien, cambiaremos nosotros”. Y también por esto, se le ha criticado acerbamente hoy que ya nos hemos acostumbrado a tanto templo feo, mal pintado y peor barrido. De los manteles del altar mejor ni hablo.

Creía que el obsequiar a Dios lo mejor tenía que conducir, necesariamente, a servir con semejante esmero al prójimo necesitado. Le fascinaba reconocerse y reconocer en todos a un hijo, una hija de Dios. Y sacaba rigurosamente las consecuencias: Hay que servir siempre con el mayor esmero, pues a quien sirvo en el otro es a Dios mismo. A mí me da la impresión de que los centros de promoción social que anima la Obra quizás no sean tan numerosos, por ese afán mismo de brindar en ellos el más exigente y calificado servicio posible.

Sé que me dejo en el tintero muchos aspectos importantes de la semblanza espiritual y humana de Don Josemaría. El Padre, como le llaman con tanto cariño sus hijos y herederos espirituales. Después de todo, mi relación con su persona y su Obra es demasiado tangencial… No puedo pretender hacerle justo honor en tan limitado espacio.

Quizás sólo quería decir que para entender al Opus y a su fundador es necesario entender que Dios, nuestro Señor, no nos lleva a todos por los mismos rumbos, ni nos pide que nos pongamos el mismo uniforme. En fin, que históricamente, tal parece que respetarnos mutuamente nos ha costado mucho más que amarnos.

Menos mal que, frente a la mezquindad de tantos de nosotros, no han faltado nunca en la Iglesia mujeres y hombres capaces de darle al mundo el fascinante espectáculo de su santa intransigencia ante el supremo mal, que es el pecado. De su obstinado afán por seguir e imitar a Jesús, el único Bueno como el Padre Dios.

No fueron seres humanos impecables o impasibles. Y en esa dirección, es que se me antoja cerrar esta columna acerca de un cura en vía de los altares con esa frase que Bernanos pone en labios del protagonista de su novela Diario de un cura rural: “Yo ante la muerte no intentaré hacerme el héroe o el estoico. Sí tengo miedo, diré: Tengo miedo. Pero se lo diré a Jesucristo…” Me parece que de eso es de lo que se trata: Vivir en continua referencia a Jesucristo para llegar a ser santos a pesar de todos y de todo.

(El autor es un sacerdote jesuita que dirige el “Apostolado de la Oración” en Puerto Rico).

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