Carta del Prelado [abril 2012]

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

Os escribo al comienzo de la Semana Santa. Desde la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén, que celebramos hoy, hasta su resurrección en la mañana de Pascua, la Iglesia revive en la liturgia —a la que nos unimos todos— los grandes misterios de nuestra redención. Comencemos, pues, con una profunda acción de gracias a Dios por las grandes maravillas que ha realizado en favor de los hombres. Y dispongámonos con creciente intensidad a acompañar a Nuestro Señor en el Triduo sacro, acercándonos a Él en esas horas dolorosas de su entrega por nosotros, para asistir también a su exaltación gloriosa.

Pensar en la muerte de Cristo —advierte san Josemaría— se traduce en una invitación a situarnos con absoluta sinceridad ante nuestro quehacer ordinario, a tomar en serio la fe que profesamos. La Semana Santa, por tanto, no puede ser un paréntesis sagrado en el contexto de un vivir movido sólo por intereses humanos: ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así, con la palabra y con las obras, mostrarlo a los hombres[1]. La participación activa, consciente y llena de amor, en los oficios litúrgicos de estos días, se nos ofrece como el mejor modo de estar con Jesús en sus largos momentos de angustia y de sufrimiento. Así la Semana Santa no se reducirá a un mero recuerdo, ya que es la consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras almas[2].

Sintámonos en profunda comunión con toda la Iglesia, que de una parte a otra del orbe celebra con piedad y recogimiento estos divinos misterios. Recemos especialmente por quienes recibirán el Bautismo en la Vigilia pascual, y por todos los demás, para que, movidos por la gracia del Espíritu Santo, nos aproximemos más y más a Dios en estas fechas, con la decisión de seguir a Cristo con plenitud de entrega. Dejémonos de consideraciones superficiales —exhortaba san Josemaría—, vayamos a lo central, a lo que verdaderamente es importante. Mirad: lo que hemos de pretender es ir al cielo. Si no, nada vale la pena. Para ir al cielo, es indispensable la fidelidad a la doctrina de Cristo. Para ser fiel, es indispensable porfiar con constancia en nuestra contienda contra los obstáculos que se oponen a nuestra eterna felicidad[3].

Jesús comenzó el Triduo sacro reuniéndose con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén. Desiderio desideravi hoc Pascha manducare vobiscum, antequam patiar[4]; ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros, antes de mi Pasión. Con estas palabras se expresa san Lucas, al escribir el relato de la última Cena. Se entrevé en cada una el infinito amor del Corazón de Cristo por los hombres, la viva conciencia de que ya había llegado su hora, el momento de la salvación del género humano, tan largamente esperado. Jesús tuvo grandes deseos de ir al encuentro de aquella hora, explica Benedicto XVI. Anhelaba en su interior ese momento en el que se iba a dar a los suyos bajo las especies del pan y del vino. Esperaba aquel momento que tendría que ser en cierto modo el de las verdaderas bodas mesiánicas: la transformación de los dones de esta tierra y el llegar a ser uno con los suyos, para transformarlos y comenzar así la transformación del mundo. En el deseo de Jesús podemos reconocer el deseo de Dios mismo, su amor por los hombres, por su creación, un amor que espera. El amor que aguarda el momento de la unión, el amor que quiere atraer hacia sí a todos los hombres, cumpliendo también así lo que la misma creación espera; en efecto, ella aguarda la manifestación de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 19)[5].

¿Cómo no pensar también en los deseos de ser correspondido, que embargaban a Nuestro Señor? Sin embargo, los que le rodeaban no eran conscientes de la trascendencia de aquel acontecimiento, como lo manifiesta el hecho de que precisamente entonces se suscitaron entre ellos disputas sobre quién sería considerado el mayor[6]. Aunque indudablemente se sentirían íntimamente conmovidos por las palabras y las acciones de Jesús —y así lo sugiere san Juan al relatar con detalle el discurso de despedida del Señor, al final de aquella reunión familiar—, todavía no comprendían del todo el significado de lo que estaba sucediendo ante sus ojos. Esa misión estaba reservada al Espíritu Santo, que sería enviado en Pentecostés. ¿Qué nos dice, hijas e hijos míos, la Pasión de Cristo? ¿Con qué devoción miramos la Cruz?

Nosotros, cristianos del siglo XXI, con una historia bimilenaria de fe y de piedad eucarística, que hemos recibido al Paráclito en el Bautismo, no estamos en las mismas condiciones que aquellos primeros. Sabemos que, en la última Cena, Jesucristo anticipa su muerte y resurrección, dándose a sí mismo a sus discípulos en el pan y en el vino, su cuerpo y su sangre como nuevo maná (cfr. Jn 6, 31-33). Si el mundo antiguo había soñado que, en el fondo, el verdadero alimento del hombre —aquello por lo que el hombre vive— era el Logos, la sabiduría eterna, ahora este Logos se ha hecho para nosotros verdadera comida, como amor. La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús[7].

Debería resultar fácil llenarnos de asombro y de gratitud ante el anonadamiento de Dios en la Eucaristía. Y muchas veces no sucede así. ¿Por qué ese desamor, ante el amor de Cristo? ¿Por qué esa frialdad de nuestro corazón, ante las llamas que abrasan el Corazón del Maestro? Jesús nos desea, nos espera. Y nosotros, ¿tenemos verdaderamente deseo de Él? ¿No sentimos en nuestro interior el impulso de ir a su encuentro? ¿Anhelamos su cercanía, ese ser uno con Él, que se nos regala en la Eucaristía? ¿O somos, más bien, indiferentes, distraídos, ocupados totalmente en otras cosas?[8].

Son preguntas que el Vicario de Cristo dirige a los católicos; preguntas que esperan una respuesta personal, comprometida, de parte de cada una y de cada uno de nosotros. Roguemos sinceramente al Espíritu Santo que suscite esa respuesta en el fondo de nuestras almas y que sepamos acoger su gracia generosamente, con la entrega total de nosotros mismos a Nuestro Señor: amor con amor se paga.

Precisamente dentro de tres semanas, el 23 de abril, conmemoraremos el centenario de la primera Comunión de san Josemaría; y esta fecha supone un acicate para que sus hijas y sus hijos en el Opus Dei cuidemos con más piedad la participación en la Santa Misa y, de modo especial, la Sagrada Comunión.

Resulta imposible enumerar los consejos que nuestro amadísimo Padre nos mencionaba para recibir con más provecho al Señor cada día. Los que tuvimos la fortuna de contemplar de cerca cómo se preparaba para el Santo Sacrificio, cómo lo celebraba, cómo recibía la Comunión y daba gracias después, no encontramos palabras para expresar el amor que, sin manifestaciones llamativas, le embargaba en esos instantes. Me limitaré, pues, a trazar unas pinceladas que nos ayuden a ahondar en algún aspecto de la piedad eucarística de nuestro santo Fundador y mejorar así nuestro trato personal con Jesús en el Santísimo Sacramento.

El 23 de abril de 1963, nos decía: para mí hoy es una fiesta muy grande. Nos sugería que le ayudásemos a dar gracias a Dios por aquella bondad del Cielo: porque quiso venir a hacerse el dueño de mi corazón[9]. Estaba muy agradecido al Sa
nto Pontífice Pío X, que en los primeros años del siglo XX había emanado nuevas normas sobre la primera Comunión, fijando las condiciones mínimas requeridas para permitir que los niños pudieran acercarse a la Sagrada Mesa[10]. Siempre recordaba que recibió por primera vez al Señor a los diez años. En aquella época —comentaba—, a pesar de las disposiciones de Pío X, resultaba inaudito hacer la Primera Comunión a esa edad. Ahora es corriente hacerla antes. Y me preparaba un viejo escolapio, hombre piadoso, sencillo y bueno. Él me enseñó la oración de la comunión espiritual[11].

Aquel primer encuentro con Jesús en la Eucaristía marcó profundamente su existencia. Cada año se preparaba con tiempo para esa fecha tan querida. En muchas otras ocasiones, volvía a esos instantes con un recuerdo lleno de gratitud, admirando la bondad de Dios, que tan cerca desea estar de sus criaturas.

Pero no se comportaba así sólo de mayor, aunque es lógico que, con el paso de los años, tras haber considerado una y mil veces estos favores del Señor, sus manifestaciones de agradecimiento fueran afinándose más y más. Varias veces comentó algo que no deja de causar impresión, si consideramos que se trata de unas reflexiones que comenzó a hacerse en edad temprana. Desde pequeño —decía— he comprendido perfectamente el porqué de la Eucaristía: es un sentimiento que todos tenemos; querer quedarnos para siempre con quien amamos. Es el sentimiento de la madre por su hijo: te comería a besos, le dice. Te comería: te transformaría en mi propio ser[12].

Sólo el amor de Cristo por cada uno, más grande que el que todos los padres y madres pueden mostrar a sus hijos, se alza con fuerza como el modo supremo de realizar esa aspiración a la unión definitiva entre personas que se aman. El Señor nos ha dicho eso también: ¡toma, cómeme! Más humano no puede ser. Pero no humanizamos nosotros a Dios Nuestro Señor cuando lo recibimos: es Él quien nos diviniza, nos ensalza, nos levanta. Jesucristo hace lo que a nosotros nos es imposible: sobrenaturaliza nuestras vidas, nuestras acciones, nuestros sacrificios. Quedamos endiosados. Me sobran razones: aquí está la explicación de mi vivir[13].

Hijas e hijos míos, preparémonos lo mejor posible para recibir la Comunión. Siempre será poco lo que hagamos, pero esto no ha de causar en nosotros ni el más pequeño regusto de amargura. Realmente no somos dignos de acoger al Señor en nuestra alma y en nuestro cuerpo, pero Él ha dicho que no precisan de médico los sanos, sino los enfermos[14]. Él, con su venida frecuente —diaria, si es posible—, nos va convirtiendo a cada una, a cada uno, en dignos de su amor. Por eso, cuando el alma está en gracia —y es un alma enamorada de Dios— no se debe pensar que falta preparación para comulgar; porque mientras estamos trabajando, abriendo otros frentes de esta guerra de paz y de bien en el mundo, nos estamos preparando maravillosamente[15].

A principios de año os sugerí que, si os parece, recitéis con frecuencia la jaculatoria que nuestro Padre tomó del Evangelio, de labios del apóstol santo Tomás, y que diariamente repetía con el corazón en la Santa Misa: Dominus meus et Deus meus![16], ¡Señor mío y Dios mío! Nos asombra este maravilloso acto de fe en la presencia real de Jesucristo bajo las especies sacramentales, que nos impulsará a prepararnos mejor para comulgar. Hemos de amar mucho al Señor, ser muy piadosos, tratarle lo mejor posible en el altar y en el tabernáculo, amarle también por los que no le aman, desagraviarle por los que le ofenden. Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada mañana: ¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies sacramentales! ¡Te adoro, te amo! Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio, repetídselo nuevamente: ¡Señor, creo que estás realmente presente!, ¡te adoro, te amo! Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día.

Luego, continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración: voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el Tabernáculo. Amad muchísimo a Jesús Sacramentado, y procurad que muchas almas le amen: sólo si metéis esta preocupación en vuestras almas, sabréis enseñarla a los demás, porque daréis lo que viváis, lo que tengáis, lo que seáis[17].

También ese día es aniversario de la Confirmación de nuestro Padre. La recibió en 1902, a los pocos meses de su nacimiento: no era infrecuente en España, por entonces, que los Obispos impartiesen este sacramento en sus visitas pastorales a las parroquias, tanto a los niños como a los adultos que no lo hubieran recibido. De este modo, desde muy pronto, el Espíritu Santo fue realizando su labor en el alma de nuestro Padre con mayor intensidad, preparándole para acoger con mucho fruto las gracias que había de concederle más adelante.

En una de sus reuniones con personas de toda condición, preguntaron a san Josemaría sobre la diferencia entre recibir a Cristo en la Comunión y la presencia del Espíritu Santo en el alma por la gracia. Inmediatamente, como quien lo tiene muy asimilado, dio la siguiente respuesta: esa diferencia la verás enseguida, si consideras que en la Sagrada Eucaristía (…) está realmente presente la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se ha hecho Hombre por nosotros: Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Lo recibimos así, pero nuestra naturaleza destruye enseguida las especies sacramentales y, desde este momento, desaparece esa presencia eucarística de Jesús Sacramentado.

Aun entonces Dios permanece con nosotros, si no lo echamos por el pecado mortal. Por medio de la gracia, el Espíritu Santo hace su morada dentro de nosotros y, por tanto, la Trinidad entera, porque no hay más que un solo Dios en tres Personas distintas. Donde está una Persona actuando, está presente la Trinidad Beatísima, único Dios[18].

Esmerémonos durante la jornada, hijas e hijos míos, en no perder la conciencia de esa inhabitación de Dios; más aún, podemos incrementarla constantemente con actos de fe y de amor, con comuniones espirituales e invocaciones a la Virgen, que nos servirán para dar gracias a Jesús por haber venido sacramentalmente a nuestra alma e ir preparando la Comunión del día siguiente.

No dejemos de rezar por el Papa, especialmente el día 19, séptimo aniversario de su elección, y también el 16, fecha en la que cumplirá 85 años. Repitamos con fe la plegaria de las Preces, que nuestro Fundador tomó del acervo litúrgico de la Iglesia: Dominus conservet eum, et vivificet eum, et beatum faciat eum in terra, et non tradat eum in animam inimicorum eius[19].

Me encomiendo también yo a vuestras oraciones, especialmente en el nuevo aniversario de mi elección y nombramiento como Prelado, el día 20. Así nos mantendremos consummati in unum[20], en unión de corazones y de intenciones con san Josemaría, que nos bendice a todos desde el Cielo. Y rezad por el viaje a Camerún que me propongo realizar en la semana de Pascua.

Con todo cariño, os bendice

vuestro Padre

+ Javier

Roma, 1 de abril de 2012

[1] San Josemaría, Es Cristo
que pasa,
n. 97.

[2] Ibid., n. 96.

[3] Ibid., n. 76.

[4] Lc 22, 15.

[5] Benedicto XVI, Homilía en la Misa in cena Domini, 21-IV-2011.

[6] Cfr. Lc 22, 24.

[7] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, n. 13.

[8] Benedicto XVI, Homilía en la Misa in cena Domini, 21-IV-2011.

[9] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 23-IV-1963.

[10] Cfr. san Pío X, decr. Quam singulari, 8-VIII-1910, norma I.

[11] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, año 1966.

[12] San Josemaría, Notas de una meditación, 14-IV-1960.

[13] Ibid.

[14] Cfr. Mt 9, 12.

[15] San Josemaría, Notas de una meditación, 28-V-1964.

[16] Jn 20, 28.

[17] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 4-IV-1970.

[18] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 13-IV-1972.

[19] Cfr. Sal 40 (41) 3.

[20] Jn 17, 23.

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