Carta del Prelado del Opus Dei (nov 2010)

Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hoy recordamos a los bienaventurados que gozan de Dios en el Cielo.Apareció una gran multitud —relata San Juan en una de sus visiones en el Apocalipsis— que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas, de pie ante el trono y ante el Cordero, vestidos con túnicas blancas, y con palmas en las manos, que gritaban con fuerte voz: ¡la salvación viene de nuestro Dios, que se sienta sobre el trono, y del Cordero![1].Vemos que, como en un cuadro grandioso, la Sagrada Escritura representa de este modo a aquella multitud innumerable que ya ha llegado al término feliz de su caminar terreno. Forman la Iglesia triunfante. Junto a la Virgen y a San José, junto a los santos canonizados —entre los que veneramos con particular alegría a nuestro Padre—, viven para siempre en Dios y para Dios millones y millones de personas corrientes, que pelearon las batallas de la vida espiritual en la tierra y —con la ayuda de la gracia— las vencieron. Se me va el alma, llena de gratitud, a las mujeres y a los hombres de la Obra que han servido con fidelidad enteriza al Señor, y nos asisten desde el Cielo con su intercesión. No puede quedarse esto en un mero recuerdo, sino que debe traducirse en un contar con ellas y con ellos, en estrecha unidad, para seguir haciendo el camino que tan estupendamente han recorrido.
También me dirijo con inmenso afecto a las personas que nos han formado o a las que hemos tratado en la tierra: padres, hermanos, parientes, amigos, colegas; y muchísimas otras que, sin haberlas conocido, nos han ayudado o hemos ayudado con nuestra lucha personal, por la Comunión de los santos, a alcanzar la meta preciosa de la contemplación de la Trinidad. Os sugiero, como he visto hacer a nuestro Padre, que pidáis y os encomendéis a la intercesión de todos vuestros antepasados.
No podemos olvidar a esa querida y gran muchedumbre que espera el momento de dar el paso definitivo a la casa del Cielo. Son las benditas almas del Purgatorio —Iglesia purgante—, que se preparan para entrar en la gloria. «Ya están en un lugar dichoso —comentaba San Josemaría—pues tienen asegurada la salvación, aunque todavía necesitan purificarse un poco para ir a Dios»[2]. También se acuerda la Iglesia, que mañana, 2 de noviembre, les dedica una conmemoración especial y dispone que cada sacerdote celebre el Sacrificio eucarístico en sufragio por los difuntos.
Estas semanas constituyen una ocasión privilegiada para crecer a fondo en la Comunión de los santos. Con nuestras oraciones y mortificaciones, con el ofrecimiento de nuestro trabajo, y, sobre todo, aplicando por las almas del Purgatorio los frutos de la Santa Misa, estamos en condiciones de ayudarles a reparar sus faltas y así llegar al Cielo. ¿Cómo no pensar en la constante devoción con que nuestro Padre rezaba y hacía rezar por ellas, siempre, pero de modo especial cuando llegaba el mes de noviembre? Nos impulsaba a ser generosos en el ofrecimiento de sufragios; su máxima aspiración consistía en que, entre todos, lográramos “vaciar el Purgatorio”, por la abundancia de las Misas ofrecidas y por la generosidad de nuestros sacrificios y oraciones. Por eso, me pregunto y os pregunto: ¿cómo amamos a las almas de los difuntos y también de los vivos? ¿Hasta qué punto gastamos nuestras horas y nuestros días por los demás?
Son reflexiones que nos sirven para meternos con más hondura en el misterio de la Iglesia militante, a la que ahora pertenecemos. Formamos parte no sólo de modo pasivo, en cuanto destinatarios de la salvación que Cristo nos ofrece, sino también en sentido activo, pues todos somos y hemos de sentirnos Iglesia, llamados a contribuir positivamente a la edificación del Cuerpo místico de Cristo en la tierra y a su consolidación definitiva en el Cielo. Con palabras de San Josemaría, podemos preguntarnos: «¿Comparto con Cristo su afán de almas? ¿Pido por esta Iglesia, de la que formo parte, en la que he de realizar una misión específica, que ningún otro puede hacer por mí?»[3].
El Concilio Vaticano II, con expresiones tomadas de la Sagrada Escritura, enseña que la Iglesia es una «edificación de Dios. El mismo Señor se comparó a la piedra que rechazaron los constructores, pero que fue puesta como piedra angular. Sobre este fundamento, los Apóstoles levantan la Iglesia y de él la Iglesia recibe firmeza y cohesión»[4]. San Pedro, en su primera epístola, afirma que sobre Cristo, que es la piedra viva, desechada por los hombres, pero escogida y preciosa delante de Dios, también vosotros —como piedras vivas— sois edificados como edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo[5].
Esto sucedió en el Bautismo, donde fuimos incorporados a la Iglesia como elementos vivos para la construcción de la casa de Dios sobre la tierra[6]. «Estar en la Iglesia es ya mucho: pero no basta. Debemos ser Iglesia, porque nuestra Madre nunca ha de resultarnos extraña, exterior, ajena a nuestros más hondos pensamientos»[7]. La unión total con Jesucristo es requisito imprescindible para tener ahora vida en la Iglesia y alcanzar luego la bienaventuranza eterna.
No somos elementos inertes, sino piedras vivas que han de colaborar voluntaria y libremente en la aplicación de los méritos de Cristo, en sí mismos y en los demás. Nos lo advierte el Apóstol de las gentes: según la gracia de Dios que me ha sido dada, yo puse los cimientos como sabio arquitecto, y otro edifica sobre ellos. Cada uno mire cómo edifica, pues nadie puede poner otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo. Si alguien edifica sobre este cimiento con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno o paja, la obra de cada uno quedará al descubierto. Pues el Día la pondrá de manifiesto, porque se revelará con fuego, y el fuego probará el valor de la obra de cada uno[8].
Edifiquemos, pues, la Iglesia en nuestra existencia sobre el único cimiento, Cristo, con el oro de una entrega generosa a Dios; con la plata de nuestros sacrificios y mortificaciones; con las piedras preciosas de nuestras virtudes, quizá pequeñas, pero agradables a Dios, si correspondemos a sus continuas gracias. Evitemos, con la ayuda del Señor, no sólo los pecados graves; aborrezcamos también el pecado venial deliberado y las faltas e imperfecciones: lo que no puede ser ofrecido a Dios es heno, paja; material deleznable, del que hay que desprenderse para entrar en el Cielo. Aquí radica la función de las obras de penitencia en nuestro caminar terreno y la necesidad de purificarse en el Purgatorio después de la muerte.
Añade San Pablo: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?[9]. Lo recalca la liturgia durante el mes de noviembre, al celebrar el aniversario de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, el día 9, y de las basílicas de San Pedro y San Pablo, el día 18. Meditemos en el simbolismo de esas fiestas, sacando consecuencias prácticas para nuestra conducta. Porque, como reza el prefacio de la Misa de la dedicación de una iglesia, dirigiéndose a Dios Padre, «en esta casa que nos has permitido edificar y en la que no cesas de favorecer a esta familia tuya que peregrina hacia ti, simbolizas el misterio de tu comunión con nosotros y admirablemente lo realizas. Aquí, en efecto, Tú mismo te construyes ese templo que somos nosotros y así haces que t
u Iglesia, Cuerpo de Cristo, crezca unida hasta que la lleves a su plenitud en la Jerusalén celestial»[10].
Detengámonos en esta grandiosa realidad: todos somos igualmente miembros de la Iglesia, aunque cada uno con su función propia. «Cada elemento de la estructura de la Iglesia es importante, señala el Papa Benedicto XVI; pero todos vacilarían y se derrumbarían sin la piedra angular que es Cristo. Como “conciudadanos” de esta “casa de Dios”, los cristianos tienen que actuar juntos a fin de que el edificio permanezca firme, de modo que otras personas se sientan atraídas a entrar y a descubrir los abundantes tesoros de gracia que hay en su interior»[11].
Meditemos, hijas e hijos míos, en este encargo que el Señor nos ha confiado, y cumplámoslo con sentido de responsabilidad, como aquellos siervos de la parábola que negociaron con los bienes que les confió su señor, para devolvérselos incrementados a su regreso[12]. Y se cumplirá, será una gozosa realidad si permanecemos unidos a Cristo mediante los vínculos de la fe, la recepción de los sacramentos y la comunión con el Romano Pontífice y el Colegio episcopal.
Recapacitemos sobre un símbolo que no puede pasar inadvertido. Me refiero al altar que, en el interior de las iglesias, ocupa un lugar de tanta relevancia que se dedica al culto mediante una ceremonia particular llena de significado. En 1958, en la solemnidad de Todos los Santos, San Josemaría consagró los altares del oratorio de los Santos Apóstoles, en Villa Tevere. Como siempre en todas las ceremonias litúrgicas, se tocaba su piedad; cada rúbrica y cada palabra constituían una muestra de delicadeza con el Señor, por haber querido dejarnos el Santo Sacrificio de la Misa, como demostración de lo mucho que nos ha amado y nos ama.
Con esa ceremonia, la Iglesia nos recuerda que «también nosotros fuimos consagrados, puestos “aparte” para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios “aparte”. En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a una devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces —explica Benedicto XVI—, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión»[13].
Esforcémonos siempre en rechazar esa mentalidad, que en ocasiones se insinúa en el comportamiento de muchos cristianos. Os menciono, en este contexto, lo que San Josemaría solía comentar cuando oficiaba la dedicación de un altar. «Vosotros y yo somos como altares: nos han ungido. Nos ungieron con óleo, primero en el Bautismo, y luego en la Confirmación. Y esperamos con alegría el momento de recibir la Extremaunción (…), cuando de nuevo nos volverán a ungir. Luego somos cosa santa y, por tanto, nuestro cuerpo debe estar consagrado a Dios Nuestro Señor. Sin simplezas, hemos de cuidar los detalles de modestia, tener cuidado de nuestro cuerpo, ponerlo al servicio de Dios, vestirlo convenientemente. Para eso, hay que vestir también el alma con los hábitos buenos que se llaman virtudes, y que son tan propios del cristiano»[14].
Muchas más consecuencias podríamos sacar de estas fiestas, para aplicarlas a nuestra vida espiritual; las dejo a vuestra consideración. Pero no quiero terminar sin recordar otras fiestas litúrgicas y aniversarios de la historia de la Obra de las próximas semanas. En primer lugar, la solemnidad de Cristo Rey, el día 21; preparémonos para renovar la consagración del Opus Dei al Sagrado Corazón de Jesús. Demos un nuevo sentido a los compromisos que adquirimos con el Señor al recibir el Bautismo, ratificados al recibir la llamada al Opus Dei. Y de paso os sugiero: ¿cómo le dejas reinar en todo tu día? ¿Cómo difundes su reinado a través del trabajo y de la amistad?
Luego, el 28 de noviembre, aniversario de la erección de la Prelatura del Opus Dei —que este año coincide con el primer domingo de Adviento, como en 1982—, agradezcamos a Dios de todo corazón este paso tan importante. Pidamos especialmente que, como afirmó el Siervo de Dios Juan Pablo II en la Constitución apostólica Ut sit, la Obra sea siempre y en todo momento un instrumento eficaz al servicio de la misión universal de la Iglesia.
Hace pocos días estuve en Pamplona y celebré la Santa Misa en elcampus de la Universidad de Navarra, agradeciendo a Dios —junto a miles de personas— los cincuenta años de la erección de la Universidad y de la fundación de la Asociación de Amigos. Como bien podéis imaginar, la presencia de San Josemaría fue constante, también porque renové el Santo Sacrificio en el mismo lugar en el que nuestro santo Fundador celebró la Misa en octubre de 1967. Sus palabras de entonces me sirvieron para hilvanar la homilía, recordando a todos que Dios nos llama a santificarnos en la vida ordinaria.
Que nuestra gratitud se manifieste también en la intensidad de nuestra oración por la persona e intenciones del Romano Pontífice, a quien todos los fieles del Opus Dei, seglares y sacerdotes —como los demás cristianos—, deseamos permanecer estrechamente unidos en todas las circunstancias. Y seguid rezando por mis intenciones, que no tienen otro fin que el mejor servicio a la Iglesia y a las almas; me siento muy unido a todos, y necesito que me sostengáis cotidianamente.
Viene a mi mente que también se cumple en este mes un nuevo aniversario de cuando nuestro Padre encontró la rosa de Rialp. A Santa María le pido que nos dé fuerzas para la travesía que todas y todos hemos de realizar hasta llegar al Cielo. Y encomendemos a los fieles de la Prelatura que recibirán la ordenación diaconal el próximo día 13.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 1 de noviembre de 2010
[1] Ap 7, 9-10.
[2] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 9-IV-1974.
[3] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[4] Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 6.
[5] 1 Pe 2, 4-5.
[6] Cfr. 1 Tm 3, 15.
[7] San Josemaría, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
[8] 1 Cor 3, 10-13.
[9] Ibid., 16.
[10] Misal Romano, Prefacio I de la dedicación de una iglesia.
[11] Benedicto XVI, Discurso, 18-VII-2008.
[12] Cfr. Mt 25, 20-23.
[13] Benedicto XVI, Homilía en la dedicación de un altar, 19-VII-2008.
[14] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 27-X-1974.

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